Leído en el evento “Noches de Terror” del día 2/11/2018
—La niña está de nuevo en la puerta…
En la voz de la criada estaba el sesgo de la urgencia; y el ama de llaves entendió de inmediato. Dejó todo lo que estaba haciendo y caminó con elegancia, pero con apuro. Su respuesta fue brusca.
—¡Vamos a buscarla! ¡No entiendo cómo no has hecho nada en lugar de perder el tiempo para avisarme!
La doncella siguió a la gobernanta y se disculpó con balbucidos. La vergüenza le tiño el rostro.
—No me animo a tocarla, señora… hay algo en ella. Me da pavura. Todo esto me aterra, es como si esa niña ya tuviese escrito un destino ingrato.
Ignorando el comentario supersticioso, la matrona avanzó con pasos decididos hacia la puerta de Casa Amarilla. Quiso parecer tranquila, pero sin duda el comportamiento de la criada la había alterado.
A pesar de la autoridad que le habían conferido los dueños de casa, no estaba acostumbrada a maltratar a las sirvientas. Cualquier evento que tuviera como protagonista a Elisa, sin embargo, la ponía nerviosa y el enojo la dominó.
—Si el almirante Brown o la señora se enteran de esto, Ana querida, nos vamos a ganar una reprimenda bien dada… ¡No entiendo cómo has sido tan estúpida como para dejarla sola!
—No está sola, está con su hermanito Eduardo — aclaró Ana.
Entraron al salón en silencio. Las dos mujeres se detuvieron en la estancia y observaron atentas la escena. La chica, de apenas dieciséis años, estaba vestida con su ajuar de novia y miraba al horizonte, hacia el río, mientras se aferraba con la mano izquierda al marco de la puerta. Movía los labios, absorta, emitiendo palabras quedas. Ni la gobernanta ni Ana se animaron a interrumpirla. Eduardo, el hermano menor de Elisa, también la observaba sin decir nada.
Por fin, el ama de llaves se acercó a la jovencita, aunque lo hizo con sigilo.
—Niña… — susurró — ¿Está usted bien?
La chica giró la cabeza y respondió, perdida en su mundo.
—Va a volver, ¿verdad? — La mirada de los ojos azules tenía una mezcla de inocencia y esperanza. —Mi Francis, digo. Va a volver. Sé que volverá para buscarme.
El ama de llaves volvió la vista hacia la criada, quien parecía estar orando. De inmediato giró la cabeza hacia Elisa.
—Niña… — La mujer no pudo continuar.
—Él me llama, ¿usted sabe? Me llama — confirmó con un quiebre en la voz.
La gobernanta tomó la mano de la chica y ella se dejó conducir.
—Niña… — repitió, mientras la llevaba a su habitación.
***
La gobernanta fue apagando los candelabros de plata y bronce uno por uno. Esa noche, solo ella iba de cuarto en cuarto y controlaba que todo estuviera en orden. El piso de madera de ese pasillo decorado con esmero crujió en forma siniestra a cada paso. Antes de llegar a la habitación de Elisa, la mujer se detuvo. La puerta de roble estaba cerrada, pero aun así vio el bailoteo de la luz lóbrega de unas velas asomando por debajo. Se acercó sin hacer ruido y prestó atención.
Con pudor, pero sin poder evitarlo, apoyó la oreja contra la madera lustrosa. Intentó escuchar qué ocurría dentro. Percibió un sollozo.
—¿Estás allí? — La voz de Elisa le causó un sobresalto.
La mujer se irguió e intentó mantener la compostura. Notó que el murmullo seguía y comprendió que la chica no le hablaba a ella. Volvió a escuchar. “Qué más da”, se dijo. “Si me encuentran aquí, diré la verdad. Que solo estoy vigilando a la niña”. Se preocupó al no detectar sonido alguno. Entonces, se atrevió a mirar por un resquicio.
Distinguió la silueta de Elisa, que estaba de pie contra la ventana cerrada. De nuevo la chica miraba hacia el río. Se había quitado el vestido de novia y tenía puesto un camisón. La vio mover algo entre los dedos.
La gobernanta supo de inmediato de qué se trataba: el anillo, la alianza que el padre le había entregado al volver de la batalla en la que había muerto Francis. Elisa había tomado la ofrenda sin derramar una sola lágrima, solo para enloquecer de pena a los pocos días. La chica mantuvo el aro de metal entre el índice y el pulgar.
El ama de llaves sintió un nudo en el estómago. “Dios santo”, pensó, “¿Por qué la haces sufrir de esta forma?”
—¿Estás allí? — sonó en un sollozo la voz de Elisa.
Los postigos de la casa crujieron todos al unísono, aunque no había viento.
***
Al otro día, los habitantes del caserón coincidieron en decir que la noche había sido extraña e incómoda. No habían dormido bien y Ana, la criada, no podía ocultar su reticencia. Ese día se hubiese celebrado la boda, ahora trunca.
—Es por la niña Elisa — le confió a una de sus compañeras — Algo hay, pobre chica. Hay algo funesto en ella que…
No se había dado cuenta de que el ama de llaves la observaba hasta que fue tarde. No pudo terminar la frase porque la gobernanta la fulminó con la mirada.
Las demás sirvientas se hicieron las desentendidas y pasaron a hacer sus tareas. El ama de llaves pasó entre ellas en silencio. Todas sabían de la desdicha de Elisa y los comentarios como ese nada aportaban, en opinión de la matrona. Ana se ruborizó.
—Quiero hablar con usted, Ana. — La voz del ama de llaves sonó cáustica.
Apartadas del resto de los sirvientes, la mujer mayor fue directo al grano.
—Ya todos estamos al tanto de que la niña ha enloquecido de pena. Sus padres saben que no tiene cura, al menos en este mundo material. Le imploro al Cielo todos los días por el alma de la pobrecita y deberías hacer lo mismo. Lo único que podemos hacer es cuidarla.
Ana asintió en silencio, pero no pudo evitar dar su parecer luego de un instante de duda.
—Lo sé, señora, pero también sé que esto va a terminar muy mal. Lo presiento. — Levantó los ojos y miró a la mujer con tristeza — Hay algo funesto en el destino de ella y también en el de su padre.
—Pasará lo que el Señor decida que pase y sanseacabó.
A pesar de los temores de todos, ese día Elisa se levantó con mejor ánimo.
Los habitantes del caserón se sorprendieron al verla sin el perenne vestido de novia. La chica se presentó a desayunar vestida en forma sencilla.
El padre no pudo más que alegrarse y abrigó la esperanza de que la hija hubiese recuperado algo de su talante y dejara en forma paulatina el luto que la embargaba. Deseó que, al menos, la chica volviera a ocuparse de sus amadas violetas. No dejó de notar que la niña todavía llevaba la alianza en su dedo.
—Querida, si estás de humor — preguntó con cautela — ¿vendrías con nosotros al río, frente a la quinta de don Mateo? Vamos a pasar el día.
Elisa respondió que sí, aunque agregó una frase que dejó a todos perplejos, entre el alivio y la preocupación.
—Anoche Francis encontró una forma de hallar la paz. — Levantó la taza de porcelana y tomó sorbos pequeños de té. — Fue un sueño extraño, pero ahora sé cómo seguir.
El almirante Brown hizo una mueca. La gobernanta miró a Ana; y ésta disimuló todo lo que pudo. Todos sabían que la fecha en la que estaban había sido la elegida para el casamiento. No dejó de sorprenderles que la chica hablara de un sueño.
—Bueno, querida — contestó el padre —, a veces los sueños traen las respuestas que esperamos.
Partieron hacia la playa frente a la quinta de Mateo Reid. Ana los acompañó, a pesar de haberle rogado encarecidamente a la gobernanta para que eligiera a otra criada. Eduardo llevó su traje de baño y Elisa lo imitó. Tenían la posibilidad de ir hasta el Canal de las Balizas para darse un chapuzón por la tarde.
***
Los gritos de Eduardo llamaban a su hermana en forma desesperada. Ana se levantó de su asiento justo para ver como Elisa luchaba en uno de los pozos del río. La chica braceó y trató de salir, pero la corriente fue más fuerte que su frágil constitución y le sumergió la cabeza con furia.
Eduardo se acercó a la criada y le pidió con urgencia que llamara a alguien, que fuera a buscar a quien pudiera ayudar a Elisa. El chico gritó desde la orilla pidiendo auxilio en dirección al caserío. Ana corrió hacia la ribera y se introdujo en el lecho del río hasta donde pudo. Tanteó el fondo de barro y avanzó con miedo. Hizo un esfuerzo por alcanzar a la chica, pero no pudo conseguirlo. No le quedó a la criada más remedio que ser testigo de la tragedia. Solo atinó a cubrirse la cara por el espanto cuando la corriente depositó el cuerpo de Elisa en la orilla, varios metros más lejos, como si al devolverlo efectuara un acto de misericordia.
Eduardo se puso en cuclillas al lado del cadáver de su hermana. Sin dejar de llorar musitó unas palabras, mientras tomaba el dedo de ella en el que aún estaba la alianza. Ana se acercó al chico y este la miró. A la criada se le heló la sangre en las venas cuando Eduardo habló. Le explicó que, al entrar al río, Elisa repetía sin cesar: “ya voy mi Francis, ya voy”.
—Dios quiera que puedan crecer las violetas sobre su tumba — susurró Ana y predijo un epitafio sin saberlo.
La criada se persignó. Mientras tanto, los vecinos alertados por el griterío llegaban al lugar.
Fin.
Bernardo D'Amore, (C) Noviembre 2018.