Rosita se le apareció después de la primera paliza y después de meses sin hablarle. Golpeó la puerta y pasó, sin siquiera saludar, hecha una bolsa de lágrimas y con moretones del color de una morcilla. Hacían ya dos años que convivían con el Fleita y, en apariencia, el flaco había cambiado bastante. Hasta que esa noche se apareció borracho y la acusó de cornearlo. Ella se había quedado helada. Jamás de los jamases lo engañó, eso le manifestó a Lucía, pero no bastaba con ninguna explicación. La cagó a palos, así lo dijo, con una saña temible. Después, la había llevado a la cama por la fuerza, tuvo sexo con ella, la obligó a hacerlo. Salió y la dejó ahí, toda molida. No había vuelto en dos días y Rosita ya estaba preocupada por él.
Lucía se quedó callada durante un rato. Dudó entre putear a su amiga por estúpida o compadecerla. ¿Encima que el infeliz le había pegado hasta romperla y la había forzado se preocupaba por él? Ojalá estuviera muerto y se lo comieran los chanchos, pensó. Revolvió la yerba del mate como le habían dicho toda la vida que no se revolvía, de puro nerviosa. ¿Rosita podía estar tan enamorada que no se daba cuenta de la situación? Se dijo que sí. Tan enamorada como lo estaba ella de ella, completó la idea. Suspiró. El pecho, en una mezcla rara de emociones, de angustia y de amor, le tembló. Rosita amaba. Ella amaba. Las dos a personas que no debían, por razones distintas.
Cuando le agarró las manos para confortarla, sintió resistencia. De algún modo, el toque de Lucía no le resultaba inofensivo a Rosita. Era un roce de cariño y apoyo, nada más, pero la carga emocional implícita del pasado que no alcanzó a ser era fuerte. Lucía comprendió y la soltó, incómoda. Se apartó con un poco de vergüenza. No quería importunar a su amiga, menos en este caso. No era su intención aprovecharse del momento. Se levantó y puso la pava para calentar más agua.
Escuchó el quejido suave a sus espaldas. Rosita sollozó y le habló entre balbucidos.
—Perdoname… Lucía, perdoname. No te lo tomes a mal. Tengo miedo. Le tengo mucho miedo ahora.
Se acostaron vestidas en la cama, para ver televisión y para darse un poco de calor. Rosita la abrazó y Lucía le jugó con el pelo un rato, las dos en silencio, como cuando eran chicas, hasta que se quebraron, juntas, cada una con la tristeza de la otra. El llanto se les confundió de tan pegadas que tenían las mejillas.
Bernardo D'Amore, (C) Junio 2020.