La espesura de los yuyos al costado del camino ayudó un poco. Se abrieron paso entre la humedad nocturna y correosa de los tallos, pero pronto quedó claro que algo más pasaba a sus espaldas, por el ruido sordo que llegaba desde el campo. Lucía, con el miedo de volverse estatua de sal, miró hacia atrás, hacia la ruta. Dos haces potentes de linterna, tanto que parecían sólidos, buscaban la huella. Adelante había una explanada de pedregullo poblada de unos galpones de una madera que se veía entre marrón y grisácea, amarilleada por las luces de unos palos de luz mortecinos. Urgió a Rosita. Debían encontrar un lugar, llegar a esconderse en alguno de esos cobertizos, algún chiquero. Si se tenían que zambullir en mierda, incluso si tenía que arrastrar a Rosita dentro, lo haría sin dudarlo.
El cana vino por la izquierda, desde un punto ciego, como cuando ella atacó al Fleita. No traía linterna, no traía nada. Agarró a Rosita, que lo único que pudo hacer fue gritar con el terror de alguien a quien están lacerando, y la derribó con un tacle en esa explanada medio a oscuras. Lucía se aturdió del susto por el grito, pero instantáneamente reaccionó: como si fuera una vizcacha furiosa, sacó la punta afilada y se le fue encima al policía, sin pensar y sin medir las consecuencias. Aprovechando el impulso, le pateó la cabeza para que soltara a su amiga. El tipo quedó entre paralizado y aturdido ante el golpe de la mujercita que se le venía a la carga. La mirada de horror de él y la visión de su chica, que seguía agarrada, solo hicieron que Lucía se enfureciera más. Afirmó el mango con las dos manos y se aprestó para darle con todo en el tórax, como con una estaca, para matarlo. La detuvo el chillido de Rosita y el deslumbre de las linternas. La orden para que se quedara quieta le retumbó dentro. Achinó los ojos, porque los haces poderosos le quemaban, y vio la figura. La mujer policía, la bonita, la que no le sacaba los ojos de encima a Rosita esa noche, caminaba hacia ella a paso lento empuñando una pistola de metal brillante, de un acero inoxidable pulido como un espejo. Lucía supo de inmediato que el arma podía cumplir su función perfectamente. Tanto brillo no podía ser al pedo, pensó. Si tiene que tirar, que tire.
Rosita chilló de nuevo, todavía atrapada entre los brazos del cana magullado, y le pidió que no lo haga, que no se dejara matar. Te amo, le dijo, te amo, no te mueras, no me dejes sola. La oficial de policía se les acercó más y Lucía vio que tenía los ojos como platos en el gesto adusto, pero, en el fondo, también el ruego de que no hiciera boludeces para que le dispare. El color de las mejillas y la chispa de tristeza en las pupilas la delataban: la cana no quería matar a otra mujer maltratada por la vida, pero no le estaba dejando salida. La mina movió la cabeza en una negación para afirmar eso que le pedía con los ojos: por favor, no sigas porque te mato primero, él es mi compañero.
Lucía sollozó y evocó las palabras que le había dicho el fantasma onírico del Fleita: la sumisión no era vergüenza y no las habían derrotado. Las cosas eran así. Dejó caer la punta. Levantó las manos y se arrodilló despacio, con la cabeza gacha. Ahora estaban acorraladas por completo, pensó. Hasta el arma homicida para el caso del desarmadero les había servido en bandeja.
Después de haberla aplastado a lo bestia, el cana levantó a Rosita con cuidado y le preguntó si estaba herida. La chica hizo que no con la cabeza, pero se puso a temblar.
Mientras la policía femenina le ponía las esposas, Lucía tomó aire entre lágrimas y miró a Rosita, que también respiraba en medio de espasmos cortitos.
Las dos tenían que vivir, enfrentar lo que venía y salir adelante.
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Bernardo D'Amore, (C) Junio 2020.