Con la congoja apretándole el torso, esperó la respuesta a su revelación. Rosita se había desesperado apenas supo que el cómplice del Fleita había fallecido y eso la impulsó a contarle. Cuando Lucía confesó que ella había sido la persona que clavó al Fleita en la garita del colectivo, después de que saliera de la casa de chapa, después de haberse cogido a Rosita de manera brutal y desarmarla a golpes, en cualquier orden, esperó que su amiga la mandara a la mierda, la insultara o hiciera lo que quisiera con ella. Hasta dispuesta a morir, estaba. Había decidido que, en el eventual caso de que Rosita quisiera matarla, iba a dejar que avanzara sin defenderse.

    Rosita no respondió. Lucía la vio lívida y pensó, por un instante, que iba a caerse desmayada o muerta por la impresión. Hubo un silencio que solo los canarios del patio matizaron con los eternos piares. El sol se filtraba por la puerta ventana y ligeras motas de polvo volaban en los haces de luz. Si hubiera sido una escena romántica, pensó Lucía, hubiese sido perfecta, con ellas dos mirándose en silencio antes de desnudarse y meterse en la cama.

    Pero Rosita tenía en los ojos un brillo de lágrimas que parecían a punto de estallar. Las emociones ya eran muchas para las dos. La vida las estaba llevando a un límite con sentido de la perversión que, de ser el destino, estaba calculado para generarles el máximo dolor, pensó Lucia. ¿Por qué? ¿Por qué?

    Rosita no se mosqueó por un rato. Lucía balbuceó, con un sabor desagradable en la boca. Bajó la cabeza y empezó a llorar. Solo te pido perdón a vos, Rosita, le dijo. El otro era un hijo de mil putas que la maltrataba. La iba a matar. Un hijo de puta que le mostró la pija, le contó, que se la hizo tocar cuando era chica, que le roció las manos con semen. Lo odiaba, y lo odiaba más por pegarle a la persona que más amaba en el mundo, lo odiaba por celos, por ser el objeto de adoración de su amor no correspondido en ese momento.

    Rosita siguió sin reaccionar, hasta que se arrodilló en cámara lenta y sollozó. Lucía se quedó de pie. Las dos lloraron otro rato, sin tocarse, cada una por su lado. Algunas de sus lágrimas llegaron al piso y arrastraron dentro de ellas las motas de polvo que flotaban. Gotones cristalinos, más brillantes que el sol de afuera, pero mil veces más tristes. Eran unas asesinas, le dijo Rosita. Iban a ir a la cárcel. Si iba a la cárcel una, entonces, iban a ir las dos, había contestado Lucía sin un atisbo de duda.

Capítulo XIX

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Bernardo D'Amore, (C) Junio 2020.

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