Las conocían como “el matrimonio” y nadie se metía con ellas. Ni Lucía ni Rosita ocultaron su relación amorosa al ingresar en la ranchada del pabellón de mujeres. Rosita no dejó de llorar durante toda la primera noche. Las otras reclusas parecieron comprender. Las mandaron a un costado y les indicaron que podían usar un rincón, tener donde apañarse. Además, las dos acusadas de asesinato, las dos acusadas de robo, las dos cargaban con las mismas culpas parecidas… no parecían de temer, pero ambas habían cometido homicidio y las dos con arma blanca, y casi se escapan. Bravas las petisas, dijo una de las reclusas.

    Lucía se apretó al cuerpo de Rosita. Aunque no hiciera nada más que eso, tenía la necesidad de tomar un poco de su calor, de sentirla temblar. Porque Rosita se sacudió al llorar como si no le quedara osamenta que la sostuviera. Lucía le acarició el pelo y miró al vacío lleno de gente que tenía frente a ella. Se le llenaron los ojos de gotas salobres, que ardían.

    Podía paladear el sabor metálico del impacto de la detención. Aunque era sabido: no iban escapar más que por unos días. Las tenían identificadas y cuando el “párvulo de la parvada” expiró tras una agonía corta, Rosita se derrumbó. Y tras saber quién había matado al Fleita, le había dicho a Lucía que las dos eran unas asesinas. Todo estaba yendo para peor.

    Repasó en la memoria todos los eventos de la averiguación: la comisaría con olor a sudor, los oficiales y las mujeres policías que tenían aspecto de recias, que parecían más machonas con las botas y las caderas culonas pero musculosas. Acostumbradas a vivir a los golpes todas, se imaginó Lucía. Una de las milicas era bonita y no le sacaba los ojos de encima a Rosita, que exudaba ternura por los poros de lo asustada. Lucía le hizo un gesto de odio hasta que la otra apartó la vista, con la vergüenza de un deseo oculto.

    El cana del escritorio las miró. ¿Vivían ahí en el poblado? No, se habían mudado hacía poco. ¿Alguna relación con el asaltante? Porque, les aclaró ladino, eran de la misma zona. Lucía se sintió pálida. El oficial no la dejó reaccionar. El pibito internado era de la villa. El pibito internado era amigote del Fleita. El Fleita trabajaba en el taller. Al Fleita lo habían matado. El taller era de malandras. Esta, la gordita de tetas lindas, era la concubina del occiso, ese que había sido sospechado culpable de robo y reducción de autopartes con la banda de pibitos; y además sospechado de asesinar a un hombre. Figuraba en una ficha que el tipo buscó en un armario metálico descascarado de color azul milico, con una memoria como si fuera Sherlock Holmes y que Lucía puteó para adentro por lo prodigiosa y la habilidad del tipo para hilar algo coherente, si todos los canas eran unos brutos.

Capítulo XVIII

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Bernardo D'Amore, (C) Junio 2020.

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