Rosita había tocado la puerta de chapa otra vez hecha un guiñapo. Pasó en silencio y se sentó en la silla desvencijada que le alcanzó Lucía. Se mantuvo callada durante varios minutos, mientras preparaban el mate y unas tostadas. Pero esta vez, la cara era otra. No era la misma de siempre, la misma que aparecía después de las palizas. Ahora tenía un sesgo de terror auténtico.

    Lucía escuchó con atención algo que no la sorprendió, como no debía sorprender a nadie.En el taller se desarmaban autos robados… y era el Fleita, junto con la bandita de borregos, el encargado de conseguirlos.

    La cara de Rosita era de una devastación completa. Lucía volvió a guardar silencio. Que el tipo la fajara o se la diera de prepo no parecía ser problema para su amiga. Claro que esa revelación, casi innecesaria, le agregaba un condimento extra al odio particular que iba creciéndole dentro. Si el malandra caía, quizás complicara la situación de Rosita. Cuando los milicos pateaban la puerta, no perdonaban a nadie. Si le tenían que romper la cabeza a la chica lo iban a hacer, estaba segura, porque la otra no se quedaría quieta. Saldría con uñas y dientes a defender al cachivache.

    —Me lo van a matar — le dijo compungida.

    Ojalá, volvió a pensar Lucía sin ningún remordimiento. Lo mejor que le podía pasar al lacra era morirse y dejar de joder a Rosita. Que caiga en un robo sería hasta honorable, creyó. Al menos, no se enterarían de las palizas que le pegaba a su chica petisita, ni tampoco que la obligaba a coger hasta romperla de puro bestia.

    Le acercó unos mates y unas tostadas, aunque ninguna pudo comer. Rosita empezó a llorar. Lucía no aguantó y estiró los brazos sobre la mesa para agarrarle las manos. La miró a los ojos.

    —Tenés que dejarlo. Venite conmigo, vámonos juntas a cualquier lado, Ro... Que se pudra el chabón.

    Rosita redobló el llanto. La fragilidad del cuerpo regordete le causó a Lucía una ternura amarga. Se le comprimió el corazón, hasta que tampoco pudo sostener más lo que sentía. Se puso de rodillas frente a ella y le habló entre susurros.

    —Yo te amo… y lo sabés. Quedate conmigo esta noche, como antes.

    Entre lágrimas, Rosita hizo que sí con la cabeza.

    Fueron hasta la pieza y Lucía la desnudó con suavidad. Rosita dejó de llorar, aunque se la veía más apocada que cuando eran dos adolescentes. Se movió con lentitud, con algo de duda, y varios suspiros entrecortados le sacudieron los pechos gorditos. Al fin, como si estuviera sacándose algo del medio del alma, inspiró, sopló con fuerza e hizo una media sonrisa.

    Paciente, Lucía dejó que se acomodara en la cama y se metió despacio entre las cobijas. Apenas le acarició la cabeza, apartó la mano con espanto.

    —Tenés todos chichones, Ro… — Ahora se le llenaron los ojos de lágrimas a ella —Animal hijo de puta… lo voy a matar, Ro, lo voy a matar por hacerte esto. No podés seguir con ese animal hijo de puta.

    Se abrazaron con cariño, pero, después de calmarse mutuamente, no pudieron reprimir el beso que necesitaban. Pasaron a darse caricias y, despojándose del pudor que les quedaba, se trataron como verdaderas amantes por primera vez. Las dos confirmaron que, tras mucho tiempo crispadas por la vida llevada, encontraban un poco de sosiego entre los brazos de otra mujer.

Capítulo VIII

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Bernardo D'Amore, (C) Junio 2020.

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