El romance en Yoshiwara de la zorra y la serpiente

            Sin dejar de bambolearse por la cantidad de alcohol en la sangre, Aoki hundió las sandalias de madera en el barro acuoso y, en el proceso, salpicó su kimono raído. Los dos samuráis de bajo rango, condescendientes de su estado pero firmes, lo condujeron hasta la salida del barrio de prostitutas tomándolo de las axilas olorosas.


            —Es una zorra de tres colas, ¡lo juro! ¡Vino hacia mí y la seguí hasta aquí, no estaba haciendo nada malo!


            —Estás borracho, Aoki, y te huele todo el cuerpo a mierda. — La palmada en la espalda que le dio el guardián del portón de Yoshiwara lo sacudió. — Mejor te vas a tu casa, no sea que te encuentren los porteros de los burdeles y vuelvan a molerte a palos.


            —¡No! ¡No! — Las palabras se le atropellaron, pastosas. — ¡Las mujeres están en peligro! La zorra las huele, sabe que están ahí.


            —¡Zorras que huelen zorras porque huelen a zorra! Eso sí que sería extraño en este lugar… — El guardia miró a su compañero en busca de complicidad y el otro rio en forma tosca.


            Un quejido partió desde la boca del borracho, una especie de plañido resignado que bajó de tono. La pesadez de los párpados acompañó la desazón de la voz.


            —Ustedes no me creen, pero es blanca como la nieve. Tiene tres colas, los ojos como brasas y una sonrisa que da miedo. Buscaba a Kanoko, lo sé, hurgaba sus ropas. Esa niña es tierna como una fruta y ese animal un demonio.


            Cansados de la perorata, de un empellón lanzaron al borracho al costado del camino.


            —Basta, Aoki. Si te vemos por aquí de nuevo, espiando gratis a las mujeres, tu cuello se quedará sin cabeza y viceversa.


            El borracho levantó la cara para protestar desde el piso y se quedó con la boca abierta.


            Del otro lado del camino, Kiyoko movió sus tres colas y saltó de forma burlona para después cubrirse en la espesura de los matorrales cercanos al rio.

 

***

          

            Kanoko pulsó las cuerdas del shamisen y se dispuso a entonar un poema cantado. Le habían solicitado entretener a los presentes mientras comían junto al grupo de prostitutas bisoñas. Su interpretación ya era famosa. En ese instante, Aratani, acompañada por su pequeña cohorte de dos shinzo [1]y dos kamuro[2], entró en la estancia. Con suavidad, Kanoko dejó el instrumento y se postró. Todas la imitaron e hicieron silencio. Bajaron la cabeza y esperaron a que la Oiran [3]terminara de recibir saludos, halagos y formalidades prodigados por los asistentes más destacados de la casa de té. Kanoko agachó la frente casi hasta tocar el piso. Sabía que cualquier contratiempo con la cortesana de mayor rango podía acarrearle problemas y, de hecho, en el último tiempo le ocurría con mayor frecuencia. Aratani no cesaba de culparla por cualquier desastre o promover rencillas contra ella entre las otras prostitutas. Solo faltaba que la acusara de los incendios.


            —¡No hagas caso! Está vieja y tiene envidia de las jóvenes. — Humiya lo había chismorreado entre susurros. — Cuando nos ponemos mayores los hombres nos desprecian. Así le ocurre y ella se desquita con ustedes.


            No podía decirse que, a causa de la edad, Aratani fuera una mujer sin atractivo. A un rostro agraciado se le sumaba una gran elegancia. Llevaba kimonos de buena confección y su piel, la que sus kamuro debían bañar con cuidado y frotar aún con más cuidado, todavía era tersa y tirante. Usaba el vello del pubis recortado, un trabajo que también realizaban sus doncellas. Lo quemaban usando varillas de incienso para que los hombres la encontraran más deseable. En las artes escénicas, no dejaba dudas de que era una maestra. Tocaba el shamisen con una habilidad sobrenatural. Las melodías que surgían de sus dedos encantaban a los clientes hasta enloquecerlos. Aquellos que caían bajo su influjo quedaban atorados en un torbellino de nubes que giraba cada vez más rápido y que consumía todas sus posesiones. Los hombres arruinaban sus finanzas con tal de lograr el privilegio de estar con ella. Se decía que gracias a las riquezas obtenidas se adueñaría del burdel y que su regencia estaba asegurada: era la sucesora en la administración de la casa de té.


            Siendo su kamuro, Kanoko había tenido que asistirla y fue obligada a presenciar cómo Aratani atendía a un cliente. Con apenas diez años, la visión del pene hinchado del hombre al penetrar a su maestra la repugnó. Miró al infinito, azorada, y contuvo el llanto lo más que pudo. Todo en el hombre le pareció asqueroso: sus gestos, el babeo y, sobre todo, el órgano lubricado que se le antojó similar a una criatura viciosa y violenta. Ver que esa cosa hollara el cuerpo de la Oiran le fue insoportable. ¿Ese era su destino? Los gemidos de Aratani hicieron que al instante le brotaran sollozos y el rubor creciente le tiñó la piel blanca hasta volverla del color del cerezo. Kanoko cerró los ojos. Sintió una opresión en el pecho y líneas de humedad caliente le bajaron por las mejillas. Sumados a su llorar casi silente, todos los sonidos que el comerciante y su maestra hicieron durante el encuentro sexual le quedaron impresos en la memoria. El chasquido de la carne contra la carne; y las risitas, burlonas y con pretensiones misericordia frente a su sufrimiento, hicieron que a partir de ese momento supiera que no quería que un hombre la tocara. También en ese momento, perdió todo el cariño que albergara alguna vez por su maestra.


            Esa noche, además, Aratani le pidió ayuda para lavarse. Kanoko tuvo que obedecer. Tembló cuando sus manos diminutas se acercaron al cuerpo caliente y desnudo de la mujer, que aún olía al sudor del hombre. El tacto con la piel le provocó nauseas. Saber que enjugaba lugares que ese comerciante asqueroso había ensuciado incrementó su repulsión. Culminado el baño, pidió permiso, fue con pasos rápidos hasta la habitación general y vomitó en un balde de madera hasta que el pecho le ardió. Cuando levantó la cabeza, vio que Aratani la observaba con una sonrisa maliciosa.


            Al llegar el tiempo de separarse de su tutora y comenzar el entrenamiento para el siguiente grado del escalafón, sintió alivio. Por supuesto, la culminación del pasaje de kamuro a yuujo incluía acostarse con un cliente que la había ganado al pujar en subasta; y ese destino estaba marcado a fuego para todas las chicas del burdel.


            Luego del desfile de las flores, tras la eclosión de los pétalos de cerezo y con trece años cumplidos, Kanoko tendría que aguardar a su primer hombre y, siendo virgen y bella, era una mercancía deseable y costosa.


           La transacción estaba pagada y, al acercarse la fecha de su treceavo cumpleaños, Kanoko contempló el suicidio, de pie frente al río. Kiyoko, otra kamuro que avanzaba junto con ella de manera inexorable hacia la pubertad, fue quien corrió y la detuvo al confesarle su amor. Si se arrojaba, entonces, se lanzaría tras ella.


            La mano delicada de Kiyoko fue demasiado para el corazón golpeado de Kanoko, que aceleró sus latidos en cuanto sintió la tibieza del roce cargado de candor. El sonrojo de ambas les indicó que debían cuidarse: cualquier indicio de acercamiento podía costarles no solo un puesto en el burdel, sino su vida futura.


            En un alarde de inocencia suprema, ambas jóvenes se dedicaron poemas sin dar nombres ni señales del género a quienes lanzaban palabras amorosas. Los recitados se les volvieron difíciles: les bastaba con cruzar una mirada para que todos sus sentimientos insinuaran aflorar y traicionarlas.


            No pudieron contra la astucia de Aratani. Quién más que ella podía ser capaz de descifrar el enigma de un amor platónico que pugnaba con volverse físico. Con una sutileza taimada, las confrontó con un discurso que hubiera parecido hasta un consejo a oídos de cualquiera.


            —¿Acaso las jóvenes han olvidado que los placeres de la carne que provienen del amor verdadero nos están vedados a las cortesanas? ¿O tal vez no las han azotado lo suficiente de pequeñas para que comprendan que aquello que la tinta deja en el papel puede ser entendido por los ojos correctos?


            Kanoko y Kiyoko se quedaron mudas y enrojecieron de vergüenza.


            —Las niñas de hoy no tienen recato. Aún las prostitutas debemos guardar normas rígidas. Nuestros clientes merecen que ofrezcamos lo mejor de nosotras. Por suerte, ustedes entienden las consecuencias de sus actos.


            Aratani cruzó la puerta y ellas asumieron que estaban en peligro.


***

 

            El barrio comercial bullía atestado, como siempre, pero, a pesar de eso y como Kanoko y Kiyoko iban muy de vez en cuando, cada visita era recibida con agrado por las kamuro. Durante el recorrido, el orden de las cosas se alteraba y atraían a los hombres: las prostitutas de rango medio oficiaban de chaperonas y debían atender y cuidar a las más niñas de las manos y comentarios de algunos transeúntes. Kanoko, en particular, era blanco de múltiples halagos. Humiya, a su lado, sonreía con deferencia ante cada uno, pero la sostenía de los hombros de manera firme mientras apartaba intentos de tocamiento con gracia. Kiyoko, mientras tanto, fulminaba con la mirada a todos los que se acercaban a su compañera, en un incontenible ataque de celos. Humiya hizo una seña y las tres se apartaron de la caravana del burdel con la excusa de ver unas sandalias, justo al lado de la tienda de amuletos y pócimas.


            —Kiyoko… — la voz de Humiya sonó entre la pena y el reto. — Tu mirada es muy evidente y, si alguien da cuenta de ello a la casa de té, vas a tener problemas. De hecho, todos, incluyendo a Kanoko, los tendremos. Serías expulsada de inmediato sin tu dote, como mínimo, y eso si no sospechan de una relación entre ustedes dos. Quedarías marcada para toda la vida, convertida en una paria.


            Kanoko no pudo evitar aferrarse a las manos de Kiyoko. La sola visión de su compañera lanzada a su suerte para vivir entre mendigos y enfermos le encogió el corazón.


            Humiya suspiró al ver la escena.


            —No es raro que el amor se esfuerce tanto por florecer entre las que no podemos vivirlo. — Los ojos se le volvieron cristalinos por la humedad. — Yo una vez intenté escapar, por amor, pero todo salió mal. Mi pretendiente incendió el burdel para que huyéramos en la confusión. Dijeron que intentó raptarme y fue encarcelado. Quiero pensar que murió de pena y no por los azotes. Mi cuerpo era valioso entonces, como el de Kanoko, y mi corazón se resistió a seguirlo a la tumba por más que yo lo deseara. O tal vez no lo amaba tanto como yo creía.


            Kanoko ahogó un suspiro amargo.


            —¿Es nuestro destino? — le preguntó a Kiyoko.


            —No. — La respuesta tuvo un tono vehemente.


            —Niñas, no pueden evitarlo — interrumpió Humiya —. Los riesgos son muchos, el precio a pagar es alto y ni los dioses podrían ayudarlas. Solo se compra la libertad después de muchos años, como Aratani.


            —Yo he conseguido dinero, pero no es suficiente — deslizó Kiyoko.


            Las dos mujeres la miraron con alarma.


            —¡Kiyoko! — exclamó Humiya con un tinte de urgencia en la voz. — ¡Si acaso has estado robando, el castigo será peor! ¡Estás loca! ¡Te desollarán viva!


            —Nadie me quitará a Kanoko. Si tenemos que estar juntas en otra vida, que así sea.


***

 

            La noche que habían reservado para que Kanoko fuera desflorada llegó, porque el tiempo no se detiene nunca. Sus compañeras kamuro la ayudaron a vestirse, a empalidecer más la piel y a peinarse. La desolación de Kiyoko era manifiesta y le fue imposible disimularla. Aratani pareció regodearse en el sufrimiento de ambas, aunque cualquiera que viera a Kanoko hubiera pensado que solo estaba ensimismada por su promoción a yuujo. Los cuchicheos se sucedieron: Kiyoko sentía algo más que amistad. Humiya se esforzó en guardar la compostura. Nadie pudo adivinarlo, pero en su interior latían la pena y la furia en proporciones iguales ante la tragedia que estaba en desarrollo.


            En cuanto Kanoko se dirigió por el pasillo a la habitación reservada, Kiyoko aulló con desesperación. Tuvieron que sujetarla ante la vista de los clientes. Esa misma noche le pidieron que tomara una muda de ropa y sus enseres personales y fue expulsada.


            Ignorando el destino de su compañera, Kanoko pasó a la habitación y esperó. El proceso fue mucho menos doloroso de lo que había imaginado y la sensación de repulsión fue un poco menor a la que recordaba. El hombre era viejo y ella tuvo que ser amable. Tal vez, la compasión que sintió por el anciano hizo que todos los sentimientos y sensaciones menguaran. Antes de pasar al sexo, el cliente le pidió que sirviera el té y tocara el shamisen. Había escuchado que era una intérprete maravillosa. Ella agradeció y, sin que él supiera que no era el destinatario, desgranó una melodía de acompañamiento y recitó uno de sus poemas de amor a Kiyoko.


            —Es sobre un amor triste — comentó el viejo —. Parece haber sido escrita para mí, aunque estoy seguro que no. Es otro corazón que late por alguien a quien no puede alcanzar.


            Kanoko dejó el shamisen, se levantó y, en silencio, se desnudó. Luego ayudó al hombre a desvestirse.


***

 

            Kiyoko revisó sus pertenencias. No le habían encontrado las monedas que le había robado a Aratani. Tenía para subsistir un tiempo, eso si antes no la asaltaban o era violada. Perecer asesinada no iba a ser una opción. No se rendiría sin luchar. Se acercó al templo y buscó un lugar para simular que oraba. Depositó una moneda como ofrenda y se acurrucó.


***

 

            Por la mañana, Kanoko buscó a su amada. Al no encontrarla acudió a Humiya, quien entre susurros le contó del episodio de crisis y la expulsión. El rostro de Kanoko quedó de piedra y la congoja la atenazó. Se levantó, fue hasta su habitación y, con un esfuerzo por guardar silencio, lloró hasta que se le cerraron los ojos por el cansancio.


***

 

            El monje la despertó con una patada en el costado. Kiyoko se sobresaltó y de inmediato se tomó las costillas. ¿Por qué la golpeaba? ¿No tenía misericordia? Insultó al hombre de manera furibunda. El sacerdote, al ver la expresión de ira de la chica, retrocedió. Antes de irse, Kiyoko orinó apoyada en el torii del templo, desafiante y blasfema.


            Luego buscó algo para comer entre las calles del barrio comercial. Reparó en la tienda en la que Kanoko, Humiya y ella misma se habían detenido aquel día. Las palabras de la chaperona se le aparecieron: su pretendiente había incendiado el burdel para causar una distracción. Por eso tantos incendios, comprendió. Muchas mujeres querían huir, no solo ella y Kanoko. Cuando una casa de té ardía, las aprendices, las prostitutas y sus clientes corrían para salvarse; y los bomberos y vecinos acudían para que el fuego no se extendiera entre las construcciones de madera. Nadie miraba los cuerpos desnudos. El portón quedaba sin vigilancia; y la premura reemplazaba la cordura. Ese era el momento de huir.


            Los dedos huesudos de la bruja que atendía la tienda contigua la asustaron al apoyarse en su hombro y Kiyoko lanzó un chillido. La mujer rio pero le dijo que sabía por qué estaba allí. Ella tenía la solución. Esa noche habría luna llena.


***

 

            Las tres colas de Kiyoko se revolvieron en la espesura. Avanzar pegada al piso, a la humedad de la tierra, era agradable. Todavía se maravillaba por la cantidad de olores que podía distinguir. De pronto, el aire estaba lleno de caminos olfatorios. Trazó un mapa en su cabeza y trotó a ritmo rápido, más que cualquier persona. Llegó al río y siguió el sendero lateral hasta las casetas del barrio de Yoshiwara. Tenía que encontrar a Humiya o a Kanoko para comunicarles su plan.


***

 

            Humiya salió al fresco de la noche para despejarse y buscó asiento. Apenas si se percató del animal que esperaba sentado entre la ropa para lavar, al lado de la casa de té, hasta que este se le acercó, sigiloso. En cuanto vio a la zorra, la mujer se irguió, enervada. Le bastaron dos segundos para comprender que tras esa fachada estaban los ojos de Kiyoko.


            —¿Kiyoko? — Se acercó cauta — ¿Acaso estoy alucinando?


            Tuvo la impresión de que una nube de polvo sutil hacía un remolino. Kiyoko, desnuda, apareció frente a ella y le pidió reunirse entre las sombras.


            —Necesito ver a Kanoko, ahora.


            Humiya trató de calmarse y calmarla.


            —¿Qué has hecho? ¿Has vendido tu alma? ¿Tanto es tu amor?


            —Sí — Asintió para reforzar su determinación. —, nada me importa más en el mundo que estar con Kanoko…


            —Está abatida desde tu expulsión… no puedo pedirle que venga, Kiyoko, sería sospechoso. Aratani descubrió que le robaste o lo dio a conocer aprovechando el momento. También habló sobre tu relación con Kanoko y trató de injuriarlas, aunque muchas no le creyeron porque su virginidad llegó intacta a la ceremonia y eso fue certificado por la regente…


            Al parecer sin escuchar lo que le estaban diciendo, Kiyoko le mostró una ampolleta con líquido.


            —Que Kanoko tome esta pócima.


            Humiya vio el líquido a trasluz. No pudo distinguir de qué se trataba.


            —¿Qué es esto? Esto es vidrio, es caro… ¿de dónde lo has sacado?


            —La volverá como yo y podremos huir. Es magia, de una bruja extraña. Tendrá efecto en la próxima luna llena, debe tomarla bajo su luz.


            —Parece muy peligroso…


            —No más peligroso que vivir en el burdel, Humiya. Necesitamos huir. Kanoko no puede seguir aquí.


            La chica desnuda giró sobre sí misma y un torbellino de polvo tenue la cubrió. Para cuando Humiya abrió los ojos, la zorra blanca de tres colas y pelaje suave corría hacia un ebrio parado en medio de la calle que de inmediato se puso a gritar.


***

           

            Faltaban dos días para la luna llena y Kiyoko se revolvió impaciente. ¿Alcanzaría Humiya a darle la pócima a Kanoko? ¿Qué pasaría si era descubierta? Tal vez se había precipitado al pedirle un favor a ella, en lugar de entregarle en persona la pócima a su verdadera destinataria. Tal vez Humiya ni siquiera se molestara en ayudarlas.


***

 

            Kanoko entró a la oficina de la administradora sin saber por qué la habían llamado. Se alarmó en cuanto vio los moretones que cubrían el rostro y los brazos de Humiya y se preguntó si el asunto tenía que ver con el secreto que compartían con ella y Kiyoko. Tal vez fuera el robo, porque vio que Aratani fumaba en un costado. Sin pedir permiso, Kanoko corrió hacia la mujer apaleada. Nadie la detuvo.


            —¡Humiya! — Le tomó las manos y la joven le sonrió a pesar del dolor — ¡Humiya, qué te han hecho!


            —Bueno, parece que la conspiración cierra el círculo… — carraspeó la regente — ¿Pensando en escapar con la ayuda de la paria de tu amante, tal vez?


            Kanoko no contestó, porque supuso que nadie creería que no estuviera enterada. Su cara de sorpresa era genuina. ¿Humiya era quien huiría? ¿Habían entendido que el amor de Kiyoko tenía correspondencia? ¿Humiya tenía un plan para llevarla al huir y la habían descubierto?


            La regente se acercó a la yuujo novata. La botellita apareció en la palma de la mano extendida.


            —¿Qué es esto? ¿Acaso están complotadas para envenenar a alguien? — inquirió la mujer. — ¿Por qué Humiya tenía este líquido en su poder?


            Kanoko negó conocimiento.


            —No sé qué es eso, señora, se lo juro. Le digo la verdad, no sé de qué se trata.


            —Algunas tienen suerte — insidió Aratani —, son demasiado valiosas para recibir su merecido. Aunque la belleza es efímera y el rencor puede ser eterno. — Sonrió con malicia.


            Kanoko recordó la risita sórdida que la Oiran le había dedicado en su niñez, cuando se burló de ella por llorar ante la vista de los cuerpos copulando. Tragó saliva.


            La regente miró hacia arriba, al cielorraso. Habló con pesar.


            —Niña, no hagas más difícil el asunto. Humiya no quiso hablar a pesar de la paliza y, para ser sincera, no quiero que les hagan daño, pero no me estás dejando alternativa. Si no puedo hacer que te azoten hasta que confieses, entonces, tendrás que ver cómo tu chaperona recibe un castigo aún mayor…


            La chica tembló de pies a cabeza e intentó defenderse sin provocar otra golpiza.


            —¡No! ¡Se lo aseguro! Esto es un error, seguro Humiya tiene una explicación. Nosotras no queremos envenenar a nadie, no queremos huir.


            —Ya se lo dije, es un preparado especial de belleza, es solo un regalo — balbuceó Humiya —. Es una pócima para Kanoko. Solo funciona con ella.


            La risa de Aratani se escuchó desde el rincón.


            —¿Pócima? Sería bueno que la bebiera, para que veamos su propósito…


            La regente interrumpió a la Oiran.


            —No. Kanoko vale mucho para nosotros. — Miró a Humiya. — Tal vez si la bebe la que ofrece el regalo, nos convenza de su inocuidad.


            La administradora destapó la botellita y la acercó a los labios de Humiya, que apenas se resistió. Con un gesto adusto, la regente vació el contenido en el paladar de la chica y le apretó la nariz y la boca para obligarla a tragar. El líquido le pasó por la garganta, que hizo un movimiento de deglución ruidosa.


            —Ahora vamos a ver…


***

 

            Pasados diez minutos, Kanoko ayudó a Humiya a caminar hasta la habitación. Cada paso dejaba la pequeña huella roja de un talón que cojeaba sobre la madera del piso. En la ampolleta, al parecer, solo había un líquido inofensivo.

   

            Rompiendo el silencio, Kanoko la increpó con voz de incredulidad:


            —Humiya, ¿qué has hecho? Te han molido a golpes solo por una botellita con agua. ¿Acaso estás loca? Podrían haberte matado. ¿Qué es todo esto?


            Cuando cerraron las puertas, Humiya buscó entre su ropa sucia. Sacó un pequeño recipiente y se lo acercó a Kanoko.


            —Esta es la verdadera pócima. — Miró hacia arriba. — Hay luna llena. Es tu oportunidad. Si no es hoy, deberá ser dentro de un mes.


            Kanoko destapó la vasija pequeña y olfateó. El aroma era herbal, pero a podrido.


            —Huele espantoso…


            —Kiyoko me lo dio. Te transforma. Se lo dio una bruja. Ella es ahora una zorra blanca, una kitsune de tres colas. No sé cuánto dura el efecto.


            Al escuchar el nombre de Kiyoko, sin dudarlo, tragó el contenido hediondo de un solo sorbo.


***


            La voz de Aratani se escuchó venir desde fuera de la puerta corrediza. El panel se deslizó un poco.


            —La suerte va a cambiarte, Kanoko… en cualquier momento…


            Kanoko lanzó su cuerpo de ofidio, un tubo musculoso y anillado, contra Aratani. La velocidad con la que se enroscó en su víctima hizo que Humiya gritara del espanto. Alcanzó a reaccionar.


            —¡No la mates! ¡Huye, no la mates!


            Con cada exhalación de Aratani, Kanoko apretó y fue comprimiendo más el lazo. Pensó que escucharía los huesos de la Oiran partirse con el sonido de un bambú seco y le asombró entender, de manera instintiva, que podía elegir y graduar su fuerza para cortar la circulación sanguínea y lograr que todo el organismo de su presa colapsara en segundos. Cuando reparó en los ojos de la cortesana, vio en ellos el terror de la muerte próxima y sintió que había llegado demasiado lejos. Aratani hizo un ruido borboteante y agónico al desmayarse. La serpiente aflojó su abrazo: hacer que una persona cruzara la línea de la vida no era algo con lo que podría lidiar. La mujer volvió a respirar en forma débil.


            —¡Una serpiente enorme! — El grito de los que se acercaron a ver qué ocurría fue de terror completo. — ¡Una serpiente tiene a Aratani! ¡La está matando!


            Kanoko soltó a su presa. Se deslizó a toda velocidad por los pasillos y pasó entre las piernas de mujeres y hombres desnudos. Varios clientes se treparon donde pudieron. Otros, más valientes, le lanzaron ornamentos, flores y platos. Uno de los faroles cayó al piso y el aceite se derramó.


            —¡Fuego! ¡Fuego! ¡Huyan, busquen a los bomberos!


            Con dificultad, Humiya arrastró el cuerpo maltrecho de Aratani. No era correcto dejar que muriera quemada, por mucho que su malicia lo ameritara. Un hombre le ayudó a cargar a la Oiran y escaparon a la calle. Las flamas provenientes de la casa de té iluminaron el cielo. Las prostitutas observaron con impotencia cómo el incendio avanzaba sobre la construcción de madera que era su hogar para consumirla.


            La regente contó las cabezas de las kamuro y del resto del personal. Solo Kanoko no estaba y nadie la había visto salir. Varias niñas sollozaron contritas. La mujer movió la cabeza, pero ninguno de los presentes pudo adivinar si el gesto mostraba pesadumbre o frustración.


            Clientes, aprendices, prostitutas y vecinos buscaron agua para apagar lo que pudieran y evitar que se propagara a las construcciones aledañas. Humiya miró en dirección al portón, pero no tuvo el espíritu para correr. Tomó un balde y arrojó el contenido contra el calor del fuego. Pasó el recipiente vacío y alargó la mano para que le alcanzaran otro lleno.


***

 

            Con el vientre pegado al piso, se acercó a la zorra blanca que la esperaba sentada entre los matorrales junto al rio. Dos torbellinos de polvo se confundieron y giraron contrapuestos.  Kanoko pudo ver sin remilgos la desnudez de Kiyoko. El corazón le latió con desesperación y se apretó contra ella. El abrazo fue cálido y, por fin, pudieron expresar su amor en caricias, libres del yugo de las normas del burdel. Se besaron por primera vez en silencio, iluminadas por la luna llena.


            —¿Humiya está bien?


            —Sí, pero la golpearon mucho — respondió Kanoko —. Tendríamos que volver para sacarla.


            —Debemos ver a la bruja, entonces — terció Kiyoko —. La próxima luna llena. Hay que buscar cómo pagarle por una pócima, porque ya casi no tengo monedas.


***

 

            —Les digo que eran dos, esta vez. Dos jovencitas desnudas que se transformaron en la zorra y una serpiente, la kitsune [4]y la nure onna[5]. Eran Kiyoko y Kanoko. Se marcharon al bosque, juntas. Están enamoradas, lo hicieron por amor.


            Los guardias acompañaban al ebrio, otra vez, hasta la salida del barrio de prostitutas.


            —Sí, Aoki, ya te escuchamos. También dijiste que la serpiente incendió la casa de té. Me imagino que, antes de ayudar a Humiya y a Aratani, tuviste tiempo de rescatar todo el sake del lugar.


            El compañero lacónico del guardián rio con su tono gutural.


            Fin.


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[1] Shinzo: Prostitutas retiradas que acompañaban a otras cortesanas.

[2] Kamuro: Aprendiz de prostituta. Niñas de alrededor de diez años, vendidas por sus padres. Al pasar el tiempo, las mujeres debían devolver el dinero pagado con su trabajo como yuujo.

[3] Oiran: Cortesana de rango alto.

[4] Kitsune: zorra de tres colas.

[5] Nure onna: literalmente, mujer serpiente.


Bernardo Gustavo D'Amore, (C) Febrero 2021.


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