Las campanadas del llamado a la misa la sobresaltaron. Había llegado temprano, aprovechó que su madre no estaba y, abocada al ritual, la hora se le pasó en un santiamén. Era seguro que su mamá pasaría por la casa; y muy apurada por ir a la iglesia… El chirrido de los goznes y el vaivén de la puerta de calle le confirmaron que ya estaba en el domicilio. No alcanzó a cerrar su habitación; y de hacerlo justo en ese momento sabía que era causal de un reto, así que dejó la puerta de contrachapado abierta. Por las dudas, eso sí, apagó las velas y trató de tapar el altar con un paño, aunque su madre lo había visto más de una vez. Sentada en el piso, la escuchó llamar desde el living comedor.


    —¡María Elena! ¿Estás en tu cuarto? ¿Vas a venir a misa?


    Ese nombre. Si de algo sí estaba bien segura era de que su madre la odiaba para haberla bautizado con él. Un nombre que, según le dijo, significaba “elegida por Dios” y “bella como el Sol”. Además, eso de invitarla a la misa, como si no quisiera creer que ella ya no profesaba la religión católica. Trató de ser un poco amable, aunque la parquedad de sus contestaciones de adolescente cuando algo le desagradaba le fue imposible de disimular; y le respondió desde la habitación.


    —No, mamá, no voy. Buenas tardes, ante todo.


    La madre se asomó a través de la abertura, sin tocar como ella le había pedido mil veces. María Elena miró a su progenitora, incrédula. Otra invasión a la privacidad. Al menos, esta vez ella no estaba en bombacha y corpiño. No quería que su mamá la viera como una nena, no quería que se entrometiera en su fe, no quería que la viera en paños menores como a una cría de dos años, pero...


    La mujer le habló con simpatía.


    —¿En serio, hija? ¿No querés volver, aunque sea una sola vez? Se acercan las Fiestas; vos estás de vacaciones y quisiera que estés para hacerme un poco de compañía y para que escuchemos juntas el sermón.

   

    Otra vez con eso de volver a misa. Ya habían peleado por ese tema y por su conversión al paganismo. Los retos y las palabras hirientes de esas discusiones le volvieron a la memoria; y María Elena no pudo contenerse.


    —¿Que yo esté ahí, aunque sea una hereje, una repugnante y una bruja que se va a quemar en el infierno? ¿En tu infierno, para ser más precisa?


    El silencio tras la frase fue tal que escuchó a su madre tragar saliva; y se arrepintió al instante. Bajó la cabeza, aunque el sentimiento de estar ofuscada no desapareció del todo, y se disculpó.


    —No quiero que peleemos, mamá; pero tampoco quiero ir a la misa. Ya no tolero que allí me digan que tengo que sentir culpa; que estoy manchada; que todo es un pecado…


    Sin quererlo, detuvo la frase por un instante. Su mente trajo de manera instantánea la imagen entre regordeta y corpulenta del Padre Dionisio. Lindo el nombre que tenía para ser un cura católico. Por alguna razón, el párroco sesentón le parecía del tipo vicioso, baboso, una persona que tenía un lado oscuro. Sobre todo, porque solía preguntar cosas muy íntimas y, ella lo sabía, cometer infidencias; quién sabe con qué propósito. Aunque solo parecía hacerlo para generar más culpa y arrepentimiento en los que confesaban con él. Ella había pasado por más de un escarnio y preguntas incómodas; preguntas que entonces siendo una niña pre púber le daban vergüenza y que tal vez a más de una adulta le generaran lo mismo. Todo en aras de protegerla del pecado. Cerró el comentario que había dejado en el aire.


    —… y que trates de convertirme. Sabés que no me gusta que ande rondándome por ahí el cura tratando de convencerme. Bah, que ande por ahí rondándonos a todos.


    Su madre miró la hora. Las campanas ya terminaban de redoblar el llamado.


    —Bueno, como quieras… yo quisiera que vos… bueno, me voy. Se me hace tarde para llegar a la Iglesia.


    Aguardó a que su madre saliera a la calle. Sintió el pestillo cerrarse y las dos vueltas de llave. Descubrió el altar y encendió las velas. Quizás pudiera terminar con la ofrenda, ya trunca por segunda vez, sin sentir que había ofendido a sus deidades del bosque.


Capítulo III

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Bernardo D'Amore, (C) Abril 2024.

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