Esa noche, se le apareció el espíritu del Fleita.
Lucía lo miró en medio de la oscuridad, dormida. Supo que estaba dormida, pero entendió también que podía verlo. El Fleita estaba dentro de su cabeza, dedujo, pero ella lo veía afuera. Si era un sueño, se dio cuenta, era un sueño en el que pensaba mejor que cuando estaba despierta y eso no le pasaba. En un sueño se abandonaba a lo que fuera y esto era sólido, tenía sustancia. Entonces, no era un sueño.
El tipo habló sin hablar. Lucía nunca le había escuchado esa voz ni esas palabras. Un tipo que no había pasado del segundo grado en el mundo de los vivos, de alguna forma hablaba como un estudiante de segundo de la nocturna después de muerto. Un tipo que, cuando se cruzaba con alguien del barrio, lo único que profería eran monosílabos que sonaban como pegotes, ahora hilaba una palabra atrás de la otra... si se lo comparaba con lo que hablaba estando en vida.
—No me tengas miedo — dijo el Fleita —. No pasa nada. Estoy muerto, es verdad. Pero los muertos no sienten nada. No odian, no aman, ni tampoco perdonan porque no tienen nada que perdonar. No te odio por matarme. No te odio por el amor que comparten con Rosita. No te odio ni te perdono. A ella tampoco. No la odio, no la quiero, no la perdono, porque no tengo nada que perdonarle. Porque los muertos, en realidad, no sienten nada.
Lucía quiso parpadear, pero no pudo. Le costó hablar. Le costó despegar los labios y sintió las palabras babosas.
—¿Cómo es morirse? — articuló por fin.
El Fleita pareció dudar un rato, aunque también pudo no hacerlo. No sonrió, no hizo una sola mueca.
—¿Sabés qué? — contestó con esa voz neutra inexistente — Me acabo de dar cuenta de algo: que los muertos tampoco entienden cómo es morirse.
Bernardo D'Amore, (C) Junio 2020.