El espectro del Fleita volvió a aparecerse en un sueño vívido, en esa alucinación real. Lucía observó con detenimiento la negrura corporizada frente a la cama. La respiración de Rosita cambió en forma leve. Se dio cuenta de que el Fleita miraba a su amiga, pero la cara de él era inexpresiva. No había ni amor, ni odio, ni pena. Si había un sentimiento en los muertos, entonces, era desconocido e inescrutable para los mortales, se dijo Lucía. Porque antes el Fleita se lo había contado con meticulosidad. La meticulosidad de un muerto, por supuesto. Él no sentía, no amaba, no odiaba, no culpaba, no tenía rencor.
Lucía tuvo el impulso de preguntar en ese idioma sin bocas que ambos, al parecer, dominaban sin proponérselo. Fue solo pensarla y la pregunta brotó, se desplazó hasta el Fleita que, de inmediato, fijó su atención sobre la emisora.
—¿Por qué estás acá?
Fleita puso ojos negros como el alquitrán. Brillantes, iguales a la gotas de un aceite quemado espeso. La piel le empalideció como si estuviera hecho de yeso.
—Las persiguen. A las dos. Tienen que irse ya. No concurran a lugares que conozcan. Vayan a otra terminal.
—¿Quién nos persigue?
El ente respiró. A Lucía le llegó un silbido de fosas nasales tapiadas por algo sólido pero carnoso. Un esfuerzo patente.
—Van a pasar por cosas malas. No hagan locuras. Tienen que irse. La sumisión no es vergonzosa y tampoco es motivo de derrota. Así termina, así empieza.
Lucía desconfió. ¿Por qué el coso ese las quería ayudar? ¿Qué sumisión?
—¿Por qué nos avisás? ¿Es para expiar tus pecados? ¿Por pegarle a ella hasta destrozarla? ¿Esperás que te perdonemos?
Fue una sonrisa cadavérica. Los dientes y la calavera completa se traslucieron, pero no fue macabro. No intentaba asustarla, eso lo supo Lucía. Le vio las cuencas de los ojos, los huesos, el maxilar cuadrado y el orificio de la nariz, como en un papel de calcar iluminado por velas desde adentro.
—No hay rencor, Lucía. No siento nada. No estoy para ayudarlas a cambio de condonar mi deuda con nadie. Lo ocurrido, está. Lo hecho, está cuajado. No se mueve. Vos mataste, pero no hay nada después. Solo vos. Yo maté, no hay nada después, solo yo. No me remuerde la conciencia. No espero perdón, no purgo mis pecados, no es expiación. Es un lazo. Nada más que un lazo, que existe por ahora, hasta que me evapore. Así funciona, aunque no lo entendamos ni vos ni yo.
Bernardo D'Amore, (C) Junio 2020.