Había escuchado todo, como casi todas las noches o tardes o a la hora que fuera.

   Otra vez, Lucía sufrió en silencio mientras escuchaba los gritos y los golpes de la casilla contigua, porque las paredes, si acaso podían llamarse paredes, eran casi de papel de aluminio en la villa. Cuando el Fleita llegaba borracho, cosa que últimamente parecía ocurrir todo el tiempo, después de un rato fajaba a la Rosita. Golpes duros. Nada de piñas suaves, además, porque Rosita era petisita y regordeta y parecía mullida, preparada para soportar. Él le pegaba y, después de pegarle, se acostaba con la chica, se negara ella o no. En ese momento, Lucía se tapaba la cabeza con la almohada y sufría otra vez al mismo ritmo. Nadie del barrio se iba a meter con el Fleita o a encararlo por lo que hacía. Ella lo sabía y lo sabía también Rosita. Porque, más o menos, en muchas de las casas de chapa pasaba lo mismo, piñas más, piñas menos.

    Lucía ahogó el llanto. Mantuvo silencio y prestó atención a todos los ruidos que hacían sus vecinos: se oía clarísimo que el Fleita se la cogía a Rosita por la fuerza. Pudo escuchar y adivinar lo que pasaba. El murmullo apagado de la voz de él manejándole el cuerpo a su antojo y los gimoteos de Rosita, que apenas atinaba a empujarlo un poquito para que no la maltratara tanto, le sonaban al lado del oído. Cada intento de la chica por sacárselo de encima era contestado con un cachetazo sonoro, hasta que lograba que separara las piernas. Escuchó cómo la apretaba contra el colchón y después, con más violencia, hacía sonar el elástico de la cama desvencijada entre los quejidos de ella.

    El asco que sentían las dos cuando el tipo terminaba parecía sincronizado. Era algo de lo que habían hablado. Rosita no le contaba todo, pero a Lucía le sobraba para entender que a su amiga le daba repulsión que se le despacharan encima. Aparte, él era ruidoso para acabar. Hacía de macho, engolaba la voz y la ponía grave entre gemidos guturales. Lucía se lo imaginaba: Rosita abajo, apretada entre las piernas de él, y el tipo estrujándose el pito para tirársela en la cara o en las tetas. Porque además, Lucía estaba segura, tenía que humillar a Rosita, obligarla a que hiciera un gesto de asco y así poder reírse de ella. Porque la risita también se escuchaba.

    La puerta de chapa sonaba con estruendo cuando el Fleita salía. Al ratito, nomás, cuando entendía que estaba sola y que no la iban a seguir reventando a palos, Rosita empezaba a llorar con una vergüenza que no debía tener.

    Lucía se levantó, como hacía siempre, se puso el buzo y las zapatillas y, sin peinarse ni nada, fue a buscar a Rosita. Afirmó en la palma de la mano el mango del destornillador que llevaba en el bolsillo del buzo.

Capítulo II

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Bernardo D'Amore, (C) Junio 2020.

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