Para hacerlo viajar en colectivo, pensó, tenía que hacerle algo grave al auto destartalado y lleno de óxido en el que él se movía, un auto que pasaba disimulado entre el chaperío y le servía de cortina. Además, si lo dejaba a pie era más probable que la “parvada de párvulos” estuviera ausente. Viajando en transporte público, no les iba a sacar boleto a todos.

    De realizarse, solo le iba a ser posible intentar la estratagema una sola vez, porque con dos veces que el auto estuviera roto ya resultaría sospechoso. Lucía tuvo una duda. Se suponía que el tarado trabajaba en un taller mecánico y ella no sabía nada de coches, apenas lo básico. Si le desconectaba algo sencillo de arreglar, entonces, corría el riesgo de que descubriera que alguien estaba al acecho. ¿Y si le pagaba a alguno de los chicos para que le rompiera el auto? No, se dijo. Si el tipo lo agarraba, pondría en riesgo a una criatura. El Fleita, creyó ella, no tendría ningún reparo en patearle la cabeza a un chico. Además, después de un par de sopapos bien puestos, un nenito señalaría con los mocos colgando a quién se lo había pedido. ¿Romperle el parabrisas? No impediría que el auto marchara. Pincharle las gomas también dejaría en evidencia un plan o, al menos, lo pondría en alerta. Una papa en el caño de escape podía ser, pero no tenía idea de si era un mito o realidad. Azúcar en el tanque… no, tenía que ser algo que le impidiera salir de la villa, que lo obligara a caminar hasta la garita del colectivo. Aparte, no era como endulzar el mate, tenía que echarle una buena cantidad en la nafta.

    La solución se la dio el mismo Fleita. Mientras ella colgaba la ropa lavada y limpia en el fondo, lo escuchó renegar con el borne de la batería, chispazos e insultos mediante. Tan mecánico no había resultado. Claro, su trabajo en el taller no era de reparación, así que…

    Lucía se puteó un poco para sus adentros por darle tanta vuelta, pero se sonrió satisfecha. El tipo era un inútil y los borreguitos no podían ayudarlo para arreglar un problema eléctrico. Bastaba con hacerle un buen corto y el auto quedaría quemado, paralizado. Ya tenía antecedentes de falla y era la coartada perfecta. Guardó el canasto abajo del piletón y entró.

Capítulo XII

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Bernardo D'Amore, (C) Junio 2020.

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