Hablaron de la muerte del Fleita a la mañana siguiente. Porque Lucía, finalmente, lo había confesado. Había matado por amor, le había dicho, deshecha, porque amaba a Rosita y si el Fleita la mataba, ella se mataba también. Habían llorado las dos. Lucía hasta se había resignado a dejar que Rosita intentara una locura. Pero solo habían llorado las dos.

    Así, al otro día Rosita quiso saber los detalles, si lo había hecho sufrir mucho. Lucía dijo que no. No emitió ningún sonido, dijo, ni siquiera la puteó. Que le dijo que se iba a morir, nada más. Se desplomó en la esquina de la garita, le contó, y después lloró un poco, dejó de respirar y se murió. Trató omitir un poco todo el horror que recordaba, las emociones a flor de piel, el olor nauseabundo de la garita y el olor nauseabundo de las heridas que goteaban.

    Esta vez, Rosita no lloró. Sentada en la cama, le pidió a Lucía que se acerque. Esta vez, fue Rosita la que acarició el pelo de Lucía, la atrajo a su pecho y la apretó con fuerza. Suspiraron las dos. Con un sentido práctico que mantuvo oculto hasta ese momento, Rosita contó el plan que tenía: había que planear la huida. San Luis parecía un destino seguro y ella tenía conocidos. ¿Quién las iba a buscar allí? Lucía se extrañó. Dubitativa, inquirió a su compañera. ¿Ella tenía plata que había robado el Fleita? ¿Por qué no había propuesto desde un principio escapar a tierras lejanas? Lejanas al menos para esos pendejos que andaban con el otro. Ahora, uno de ellos estaba muerto y la policía ya conocía su dirección. Era cuestión de tiempo hasta que el fiscal ordenara que detuvieran a Rosita, al menos, por alguna figura de homicidio... No lo propuso porque era boluda, contestó Rosita. No había otra explicación. Quiso ser precavida y salió todo mal. Quiso guardar plata por si no encontraban un trabajo y salió todo mal. Se confió. Era el bolsito, le dijo Lucía. Sí, tenía doble fondo, por eso lo cuidaba tanto, si era un trasto inútil y desgastado. Rosita asintió.

    Acomodaron todas las pertenencias y se dispusieron a salir.

    Tenían que escapar primero hasta una terminal de ómnibus distinta, le dijo Lucía, tal cual había soñado aquella noche y le había avisado el Fleita. Si iban a la más cercana, era probable que las encontraran los restantes “párvulos” de la bandita, porque estaba segura que las buscaban, sobre todo después de la muerte del otro chico. Tenían que pedirle al dueño de la pensión que llamara un remís, porque no tenían teléfono en la habitación. Tampoco habían comprado un celular, ni siquiera un prepago, por ahorrar. Hacerse la crota les iba a costar tan caro, dijo Rosita compungida.

    El tipo las miró con desconfianza. Quizás no sabía que el pibe había muerto y ellas se aprestaban a huir y, supuso Lucía, solo creyó que pensaban huir por miedo a que pasara algo. La policía lo tenía apalabrado, eso era seguro. El hombre miró de nuevo. Le hizo un gesto a Lucía para que usaran el teléfono. Rosita sacó plata y canceló la deuda. Si la policía me pregunta, voy a tener que decir la verdad, dijo el tipo. No las iba a denunciar. Él no sabía nada de la muerte del pendejo, dijo. Eso podía disimularlo. No veía televisión. Pero si el fiscal libraba orden y le caían, tendría que decirles que se habían ido. Lucía asintió. ¿Qué seguridad podía tener, cómo saber si aquello era verdad? Ninguna, se contestó, pero al menos les era franco. Si cuando pisaban la vereda les mandaba a los lobos encima… eso era algo que no podían saber. El tipo las dejó solas mientras Rosita hablaba por teléfono. Masculló enojado que no quería saber ni el número de coche ni el destino del remís.

Capítulo XXI

Volver

Bernardo D'Amore, (C) Junio 2020.

 

Compartir esta página