Rosita le había ido directo al hueso, con una maldad que, aunque impostada, era dolorosa. Como una maña mal copiada al Fleita, la llevó hasta un lugar un poco apartado, justo entre las canchitas, y ahí la enfrentó. Lucía balbuceó nerviosa. Primero, porque contestarle se le hacía difícil: en su interior se le mezclaban los sentimientos. Si la discusión subía de tono, dedujo, corría el riesgo de perder por completo la posibilidad de un “algo” con ella y eso la llenaba de angustia. Segundo, porque era obvio que todo constituía una mentira. Lucía jamás se le hubiera tirado al Fleita. Rosita lo sabía perfectamente: sabía que a ella no le gustaban los hombres para nada, era imposible que se le hubiera tirado al pibe. Después de todo, le dijo, ¿no se habían acostado juntas un par de veces, no como para tener sexo pleno, pero sí lo suficiente? A lo sumo, se excusó Lucía, ella y el Fleita se acompañaron mutuamente desde la parada del colectivo, nada más. Se mordió para no contarle de aquella vez en que se las arregló para abusarla con la acorralada en la obra en construcción.

    Rosita no le cedió un ápice. De nada valió que Lucía le explicara mil veces que no tenía interés alguno en él. La otra reaccionó peor, celosa, y le dijo que no se les arrimara nunca más, ni a ella ni a él. Lucía quedó pasmada. Si antes había visto complicada la posibilidad de acercarse de nuevo para intentar una relación con ella, ahora todo el universo se le fracturaba. Rosita dio media vuelta y caminó a paso rápido.

    Lucía le quiso hablar, pedirle que esperara y la dejara defenderse, pero le fue imposible. No pudo emitir sonido. En un instante, se le agolpó una amargura en la garganta y apenas si alcanzó a dar unos pasos. Arrodillada en el descampado, lloró sola y sin consuelo.

Capítulo X

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Bernardo D'Amore, (C) Junio 2020.

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