Lucía hizo todo como lo había soñado, tal cual lo había practicado en la imaginación. Cubriéndose entre la maleza, caminó casi de memoria, sin contarlos y en silencio, los pasos que la separaban del Fleita, que esperaba el colectivo en la garita desolada en medio de la ruta y no sospechaba de nada. Se le acercó desde atrás, un ángulo ciego, empuñó el destornillador y clavó la punta afilada contra la zona en la que, según había estudiado, estaban los riñones. El extremo de acero se abrió paso como si la piel y la remera no existieran, como si se deslizara en aire apenas espeso. Ni siquiera tuvo que empujar, no se parecía a la vez que había practicado con el bife. La adrenalina le había dado la fuerza justa y necesaria para el embate. Sin dudar un segundo, de manera automática, usó la herramienta dos veces más en una secuencia rápida y la hundió lo más profundamente que pudo en el cuerpo flaco del taimado, que solo alcanzó a emitir un par de quejidos graves y tenues y se llevó la mano a la espalda.

    A partir de ahí, nada salió como ella esperaba. El Fleita no se revolvió furioso. No la enfrentó. Ella quería eso. Esperaba que él se debatiera, que la golpeara o que intentara una defensa. Esperaba que el rata le diera batalla, un contraataque. Un duelo a muerte: ella tenía que caer con él, si debía. Todo lo contrario.

    Dándose la vuelta con lentitud, el tipo esbozó una mueca de dolor silencioso. Ni siquiera gritó. Cuando se dio cuenta de quién había perpetrado el ataque, hizo un gesto de sorpresa. Sostuvo la mano sobre las heridas de la espalda, en un intento vano por detener el flujo de líquido negruzco que, Lucía observó con horror, se le escurría entre los dedos y goteaba pastoso sobre el concreto mugriento del piso. Entonces, Fleita se derrumbó contra la esquina de hormigón de la garita, sobre los charcos con vahos de orina y basura. Apenas le salió un chistido de incredulidad de los labios, que mantuvo entreabiertos, y los ojos se le llenaron de lágrimas y tristeza en una reacción tardía.

    —Me voy a morir, Lucía — le dijo con dificultad.

    Lucía sintió una opresión en el estómago. Cayó en la cuenta de que estaba matando una persona. Que, por más que él fuera un sorete de ser humano, estaba viendo como agonizaba el Fleita, en un dolor indecible, tan aterrorizado ante la muerte como aquellos a los que había aterrado con sus acciones.

    Todo lo que ella había sentido, todo lo que había soñado: escupirle en la cara con gestos furibundos, restregarle los golpes y abusos a Rosita, las prepoteadas y amenazas, los tocamientos indebidos, la vez aquella que la había arrinconado para obligarla a que le manoseara las pelotas… todo eso le fue imposible de largar. Se le atragantaron las palabras e hizo un ademán dubitativo de querer ayudarlo. El Fleita se moría. Lo había emboscado y apuñalado.

    El hombre emitió un silbido prolongado de aire y, por fin, quedó en silencio. Tan en silencio como estaba el resto de la ruta, sin un alma a esa hora. O, mejor dicho, con un alma sola, que palpitaba del susto.

    Ahogando la náusea, Lucía limpió el destornillador con unos yuyos y se lo guardó. Salió a hurtadillas de la garita para perderse entre los matorrales que rodeaban la parada de colectivo. Tenía que huir, tenía que irse y buscar a Rosita. Ya era una asesina.

Capítulo VII

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Bernardo D'Amore, (C) Junio 2020.

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