Como a la tercera o cuarta vez que se le apareció en la casa, toda golpeada, Lucía instó a Rosita a que le contara en serio qué pasaba con el Fleita. Al principio, se le negó. Después contó que la estaba forzando siempre para que se acueste con él, ya no era solo de esa vez que había vuelto borracho. Y que le gustaba humillarla. Tirarle el semen encima, le preguntó Lucía con asco. Rosita quedó en silencio, pero supuso que tenía razón. Recordó la arrinconada, con el tipo apretándose el órgano al momento de terminar para extraerle todo lo que pudiera.

    Dudó por un momento. No sabía si contarle del plan, la idea todavía inmadura que urdía para huir juntas. No sabía si Rosita iba a aceptar. Porque Lucía ya lo había decidido. Tenía que sacarla de ahí, antes de que le pasara algo peor, si es que podía pasar algo peor que las golpizas y los abusos reinterados. Pero, sobre todo, porque esta vez no pensaba volver a perder a Rosita. Se mordió el labio hasta casi hacerlo sangrar.

    Lo siguiente que hizo Lucía fue volver a vivir en la ex casilla de sus viejos, la que todavía estaba al lado de la casilla de Rosita y el Fleita. Lo hizo con un disimulo mal disimulado, pero no le importó. Entre las dos, como un acuerdo tácito, no había más que un hola y chau. A los ojos de todos, no habían vuelto a ser amigas. Pero Lucía tenía que estar cerca de Rosita, para hacerle de sostén, para salvar un alma. Cuál, estaba por verse.

    Por lo pronto, fue una tarde después de volver a escuchar cómo la golpeaba y los gritos de indefensión de Rosita que resolvió investigar el camino que el Fleita hacía todos los días para ir y volver del taller. En algún momento, se dijo, tenía que estar solo.

Capítulo XI

Volver

Bernardo D'Amore, (C) Junio 2020.

 

Compartir esta página