Lucía se acordaba bien porqué le tenía asco. El Fleita le rondaba a las dos, a ella y a la Rosita. ¿Cuántos años tendría? Uno o dos más, unos dieciséis o diecisiete, habían calculado. Rosita dudaba en ceder, pero a Lucía no le gustaba el Fleita: a ella le gustaba Rosita que, con quince años, se había vuelto más linda.
El pibe, con su pinta de cancherito, siempre rodeado de los más chicos, vivía haciendo cagadas. Eran “una parvada de párvulos” había dicho el cura de la villa, aunque nadie entendió bien qué cornos decía. Cuando no robaban alguna pelotudez del kiosco, le tiraban piedras al tren o escupían a los parabrisas de los autos desde algún puente y se la pasaban todo el día en las canchitas, él y esos pibitos, jugando a la pelota.
Pero el Fleita le rondaba a las dos. Ya estaban en la edad en que las hormonas les estaban picando a todos, a ellas y a ellos. Y las chicas a veces se tenían que aguantar avances medio zafados o, en casos graves, zafados por completo. Con la excusa del cuerpo cambiado o que se habían vuelto señoritas, más de algún viejo verde, adolescente o adulto les “tiraba los perros”.
Ellas, incómodas, andaban en grupo. No se animaban a contestar, sobre todo porque los mismos que les decían barrabasadas que disfrazaban de piropo eran conocidos o, incluso, familiares. Más de una se tenía que morder y llorar con rabia porque la tocaban “sin querer”, siempre por casualidad, en alguna parte comprometida del cuerpo. Nunca en el hombro o la espalda, siempre era atrás o adelante, a la altura del culo o las tetas.
Hasta que el Fleita se zafó por completo. Lucía se acordaba bien. Fue artero, no fue una casualidad o al voleo. De noche y con el amparo de la penumbra, después de ofrecerse a acompañarla, la arrastró y arrinconó contra la esquina de ladrillos de una obra, de esas sempiternas construcciones que hay en todos los barrios precarios.
Lucía se desesperó. Se imaginó que si ese la violaba, la mataba. Y si ella moría ahí, pensó, tirada entre los escombros abandonados, iban a pasar días hasta que encontraran el cuerpo. Quiso pegarle una patada en las bolas, pero el tipo la tenía agarrada con tanta fuerza que supo que no iba a ser posible. Si no lo lastimaba mucho, el flaco la desarmaba a golpes. Tenía mucha más fuerza que ella.
Le rogó que la soltara. El Fleita se rio con esa risita de mierda, esa que usaba para humillar, y le pidió un beso. Ella contestó que no, que él no le gustaba. Él la apretó más contra la pared. La aspereza de los ladrillos y la irregularidad de la mezcla fraguada hicieron que la nuca de Lucía doliera. Aguantó el beso forzoso, sin despegar los labios. El pibe se hizo para atrás y, todavía aferrándole las muñecas con una mano, con la libre se bajó un poco el pantalón de gimnasia, lo sacó y le mostró. A Lucía se le revolvió el estómago. La iba a violar. Él le pidió que se lo tocara.
Ella le rogó de nuevo, por favor, que no lo hiciera, que no la mate. El pibe se rio otra vez y le dijo que si ella le hacía caso, no iba a pasarle nada. Lucía tragó saliva y sintió la boca pastosa. Alargó la mano y agarró lo que pudo, piel con un vello pringado. Pensó en tironearlo, en arrancarle los huevos o retorcércelos, pero no se animó. Le acarició los genitales con asco y miedo, con torpeza a propósito, sin mirar. El Fleita no aguantó más que un par de roces y se desbarató entre temblores y un gemido feo, gutural. Lucía sintió la acabada en las manos, el pene cimbreante sobre la palma mientras él eyaculaba, y le miró la cara de pelotudo que puso. El tipo, obnubilado en medio del orgasmo, la soltó. Lucía lo vio estrujarse el pito y largar otro par de chorritos sobre el antebrazo de ella. La mueca de gozo, eso le dio más asco. De pronto, se dio cuenta que estaba libre. Por suerte, porque él se distrajo mientras culminaba, ella zafó del agarrón.
Corrió a la casa, asustada y sin saber qué hacer. Temblaba del miedo. Se miró la manga del buzo y los dedos con repugnancia. Se limpió en el buzo, se lo sacó y lo dejó en el piso, hecho un bollo. Después lo quemaría, se dijo. Se lavó las manos tres veces en la palangana con agua congelada hasta que la piel se le puso roja por el frío. Con una nausea reprimida, se acostó a dormir hecha una bolita para tratar de ocultarse del mundo, igual que cuando era chica.
No alcanzó que al otro día tratara de explicar que el manchón no había sido por un encuentro consensuado con un chico. Dos sopapos en la cara la intimaron a dejarse de manosear con algún borrego, si no quería terminar embarazada antes de cumplir los dieciséis. Lucía entendió que nadie le creería.
Bernardo D'Amore, (C) Junio 2020.