Los anónimos llegaron después de que la televisión informara sobre la aparición del cuerpo de Fleita y la justicia interviniera el taller desarmadero. Rosita lo lloró más de lo que Lucía se había imaginado. Incomprensible para ella, su amiga al parecer aún lo quería o bien lo había querido a pesar del maltrato. Pero a los días, Rosita solo dijo que ya estaba, que no tenía sentido seguir llorando. Como si hubiera recapacitado, comenzó a comportarse de otra manera. La cara le cambió por completo. De estar pálida y ojerosa, pasó a lucir descansada tras dormir profundamente en los brazos de Lucía.
Hasta que le llegó la primera amenaza.
La intimación era escueta: devolver lo que debía o, de lo contrario, aparecería como el Fleita. Rosita balbuceó, nerviosa. La paz le había durado poco. ¿Devolver? No supo decir qué. Lucía no tuvo dudas: el Fleita se había mandado otra de las suyas y con su muerte el peso de la responsabilidad le pasaba a Rosita.
Revolvieron toda la casilla. Buscaron plata, droga, armas: cualquier cosa inusual. Nada. Levantaron el piso. Revisaron el tablado del techo. Hurgaron entre todas las pertenencias del Fleita. Además de calzoncillos raídos y alguna ropa descolorida, no tenía nada. Rosita se desesperó. ¿Qué le pedían?
El auto… Lucía pensó en el auto. También, desarmaron, tironearon y sajaron todo lo que podía ser un escondite. Absolutamente nada.
Lucía comenzó a sospechar otra cosa. ¿No sería algo que tenía cuando lo mataron? Lo deslizó al pasar. No, Rosita había recibido las pertenencias del cadáver y no tenía nada. Esa tarde noche salía para el taller. No llevaba más que una navaja. Ni siquiera llevaba ropa para cambiarse: el bolsito gastado con la muda limpia había estado en el taller y ella se lo había traído. Rosita lo revolvió de nuevo. Buscó un doble fondo… nada. No, le dijo Lucía, si el bolsito hubiera sido para llevar ese “algo” que buscaban, nunca se lo hubiesen devuelto… suponiendo que aquellos de la amenaza eran los del taller.
Nada cerraba. Tal vez, dijo Rosita, la policía se quedó con eso… con plata, droga o ese “algo” que buscaban los que enviaron el anónimo.
Lucía miró hacia el exterior, a través del vidrio mugriento de la ventana. Un par de integrantes de la “parvada de párvulos” miraba la casa, atentos. Ya no eran los chiquitos que había conocido hacía tiempo. Ahora eran altos y caminaban como felinos encorvados con la vista al frente, como los depredadores. Se comunicaban con gestos desafiantes, hoscos. Eran el siguiente eslabón en la cadena evolutiva del menudeo del delito que existía en el barrio. Se habían transformado en algo peligroso.
Un escalofrío recorrió la espalda de Lucía. Ella había roto un equilibrio desconocido, había perturbado el ambiente. No solo había tirado la piedra al lago, también logró romper la armonía de los círculos concéntricos al denunciar al taller. Interferencia sobre interferencia: había creado un patrón que no sabía cómo se llamaba, pero que se le dibujó en la mente de tanto haber potreado entre los charcos. Un patrón nuevo, que requería estabilización.
Pensó en usarlo a su favor. Si Rosita no sabía qué y dónde estaba eso que buscaban, entonces tenían que huir. Salir temprano. Los larvas dormían hasta el mediodía. Puso la radio para generar ruido ambiente y Rosita la miró desconcertada. Se le acercó al oído y le susurró el boceto de plan imperfecto para el escape.
Bernardo D'Amore, (C) Junio 2020.