Rosita cedió a los galanteos pelotudos del Fleita ante la mirada atónita de Lucía. El tipo la había seducido de alguna forma, se tomó su tiempo y se había acercado a ella haciéndose el sota, pero al final lo logró. Se pusieron de noviecitos. Lucía pensó en un amarre, alguna brujería. No le cabía en la cabeza que Rosita hubiera aceptado. Sin embargo, el rastrero les había caído bien a los padres de su amiga. El tipo era un cachivache, según el decir de todos, pero mal que mal tenía un trabajo en un taller mecánico. Eso, a los progenitores de Rosita, pareció gustarles. Un trabajo que era honesto, un oficio, un sueldo fijo, un porvenir: mucho más de lo que conseguían algunos en la villa.
Para alardear un poco, el Fleita llevó a toda la borregada, chicas y chicos, al taller donde trabajaba. Esto incluyó a Lucía, que, guardando distancia, siguió al grupo con reticencia. El cachivache aprendiz de mecánico saludó al patrón y le pidió permiso para guiar a los chicos. Les mostró las instalaciones, las fosas, las herramientas y los bancos de prueba, precarios pero eficaces. La “parvada de párvulos”, esa que lo seguía cuando era un vaguito, se mostraba asombrada por cualquier cosa. Un metal brillante, cromado, los atraía como moscas. Con gritos y exaltaciones dignas de la edad que tenían, se azuzaban y comentaban cosas frente a los motores abiertos y las piezas torneadas. Los mecánicos del lugar, hombres crecidos, contestaron las preguntas tontas de los chicos y, con el orgullo que da el oficio, se ofrecieron para que todos vieran cómo realizaban un arreglo simple y así enseñarles algo.
Mientras la banda de chicos miraba absorta una explicación simplificada, Lucía observó cómo el Fleita hablaba con Rosita. Notó que los dos la miraron de soslayo y que Rosita asintió con la cabeza. El flaco se le acercó con paso firme y Lucía tragó saliva, nerviosa e impaciente. Sintió la fuerza del agarrón cuando él la tomó del brazo y la llevó a un costado.
Lo que hizo el taimado fue amenazarla. Si alguien, Rosita sobre todo, se enteraba de la paja que le había hecho ese día, la cagaba a trompadas, la mataba. Lucía movió la cabeza en una afirmación, aterrada. Ni siquiera se animó a contestarle que ella no le había hecho ninguna paja, que él la había obligado a que le tocara las pelotas por la fuerza. El Fleita selló el aviso con un empujón y volvió con Rosita y el resto de los visitantes del taller.
Mientras todos salían, Lucía quedó rezagada de nuevo. Con disimulo, tomó un destornillador grande y se lo escondió en el buzo. Caminó a paso veloz. Tenía que encontrar dónde afilar la punta de la herramienta. No la iban a encontrar desprevenida otra vez.
Bernardo D'Amore, (C) Junio 2020.