Fue en el medio del claro del bosque y bajo la penumbra del atardecer, ahí donde se juntaban todos. “Baphomet” sacó unos bultitos de pelo de los bolsillos de su sobretodo delante del grupo. Había llevado dos gatitos para su sacrificio y se los mostró al resto: uno en cada mano, los brazos extendidos. Eran dos cachorros de mirada atenta: un macho muy oscuro color carbón y una hembra tricolor; que le cabían con holgura en las palmas. De dónde los había sacado “Baphomet” eso “Estornino” no lo sabía, pero sí sabía que ella no iba a participar de algo así. Después de mirar con desagrado al chico alto y asegurarse de que él la viera, comenzó a recoger las cosas de su altar portátil, hincada de rodillas sobre la hierba del claro. Guardó sus enseres y la ofrenda de pan y frutas que había preparado y lo hizo con respeto, aunque fuera a las apuradas, y se levantó. Ni siquiera se despidió del resto de los practicantes. Dos de las otras chicas hicieron lo mismo. Comenzaron a caminar hacia el sendero del bosque. No se dieron vuelta, ninguna, aunque las llamaron por sus nombres de pila. La voz de Leandro, “Baphomet”, le llegó clara.
— Estornino… Estornino…
No contestó.
— María Elena, ¿dónde vas?
Odiaba que la llamaran por su nombre en el bosque; y él lo sabía. Ralentizó el paso y quiso confrontar a “Baphomet”, pero se contuvo, levantó la cabeza con altivez y siguió caminando entre los tallos del colchón espeso de hierba hasta llegar a la senda de tierra desnuda. Justo adelante se veían las luces del poblado, un caserío sencillo y límpido, alejado de la capital de la provincia. Si se apuraba, puede que llegara cuando su madre ya estuviera en la iglesia y así consumaría el ritual de ofrenda en la tranquilidad de su cuarto.
— ¡María Elena…!
Corrió. No quería escucharlo más.
Bernardo D'Amore, (C) Abril 2024.