Rosita actuó de una forma inusitada. La violencia con la que acuchilló al chico dejó helada incluso a Lucía. Las empleadas de la panadería no reprimieron los gritos de espanto.
El tipo, al contrario que el Fleita, gritó como un marrano al que desangran. Eso le hizo creer a Lucía que la herida era menos grave. Si hubiera sido mortal, como cuando ella hundió el destornillador afilado en las vísceras del Fleita hijo de puta, ni siquiera hubiera musitado, estaba segura.
Pero el chico había entrado y acorralado a Rosita. Le pidió plata. La plata, dame la plata, gorda de mierda, le gritó delante de todos. Lucía sintió el escalofrío correrle por la espalda en cuanto vio la navaja en la mano del mocoso y sin pensar, sin razonarlo ni un minuto, le gritó al viento un “no” que le salió del alma. Bastó ese segundo de distracción del muchacho, que giró la cabeza para ver quién chillaba, y Rosita tomó un objeto brillante de arriba del mostrador. Con un movimiento circular, fluido y armonioso, en una escena silenciada por el estupor de todos, lo clavó en el costado del asaltante bisoño.
Lo que más sorprendió a Lucia fue el gesto animal de su amiga. Los dientes de Rosita parecían enormes por la proyección de la mandíbula, los caninos hacia adelante, feroces como los de un mandril cuando se defiende. Tenía los ojos ceñudos, que mostraban una violencia asesina, y los había mantenido fijos en su objetivo.
Quizás, pensó Lucía en cuanto recapacitó un poco y mientras sostenía a Rosita que temblaba con miedo entre lloriqueos asmáticos, la amenaza había desatado todo aquello contenido durante las palizas, los abusos de las cogidas brutales y el maltrato de dos años. En ese lapso diminuto de tiempo, se dijo, su amiga descomprimió toda la angustia y la desesperación aguantada mientras vivía con el Fleita. Todo eso, quizás, continuó pensando, había provocado que derribara al pendejo para clavarle el trinche en las tripas una y otra vez, con denuedo, tanto que la tuvieron que sacar a los tirones y que no lo matara ahí mismo, en ese suelo de la panadería de baldosas negras y blancas.
Porque el pibe seguía vivo, a pesar de la carnicería. El piso tipo damero estaba encharcado con un líquido pardo rojizo, mezcla de sangre, meada y otros fluidos corporales. Los gritos del herido, más bien berridos, eran desgarradores, pero a casi nadie le provocaron lástima. Chorro de mierda, dijo un viejo. La mayoría de los presentes interpretó el suceso como un intento de asalto y que la chica, asustada por la amenaza de la navaja del malviviente, había reaccionado y pasado del miedo a la bronca. Así lo parecía, porque después del embate Rosita tenía un aspecto de terror y boqueaba con asco ante la visión de aquello que había hecho. Ese puto fantasma Fleita atildado de los sueños había tenido razón, se dijo Lucía. Las habían buscado. Y venía algo peor.
Las llevaron a declarar a la comisaría. Lucía ahogó el gemido de angustia, ese que casi se le sale del pecho cuando el oficial se puso a revisar los documentos. La dirección de ellas dos estaba fijada en la villa. La relación podía saltar en cualquier momento si la contrastaban con los datos del asaltante apuñalado. Rogó porque el pendejo no tuviera documentos o viviera en otro lugar.
Bernardo D'Amore, (C) Junio 2020.