Tenían poco más de catorce años cuando se animaron. Las tetas de Rosita se habían desparramado un poco cuando se acostó bocarriba. A Lucía le encantaron. Pechos gorditos y sensibles, lenticulares y que respondían a los toques suaves, que hacían un contraste con los de ella, chiquitos y aplastados. Apenas iluminadas las dos por la lámpara de la pieza, se abrazaron en silencio, desnudas en la cama y tapadas con las cobijas. El cuerpo de Rosita emitía un calor agradable y Lucía se le acurrucó lo más que pudo. Se miraron a los ojos, hasta que Lucía no aguantó más y la besó en los labios gruesos, torpe y con fuerza. Rosita la dejó hacer. Se acariciaron con delicadeza, sin buscar nada, solo se recorrieron con suavidad, sin la brusquedad de ese primer beso.

    ¿Cómo se animaron a hacerlo? Había empezado casi como un juego nervioso. Las dos se habían tirado chistes e indirectas que pronto les comenzaron a arder. Lucía se lanzó, entre suspiros jadeantes, y le confesó en balbuceos que soñaba con verla desnuda.

    —¿Querés que hagamos unos mates? — le había dicho Rosita con la cara roja y la voz nerviosa — Mis viejos no vuelven hasta tarde.

    Lucía contestó que sí con la cabeza, muda, tan roja como la otra y con el estómago hecho un nudo.

    Cerraron la puerta y la cortina y, las dos de la mano, fueron hasta la pieza.

Capítulo III

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Bernardo D'Amore, (C) Junio 2020.

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